lunes, 9 de agosto de 2010

PIEL


Ella se peina frente al espejo del baño. Se mira en silencio mientras acaricia una y otra vez su cabello. Todas las mañanas, desde que se despierta sola, la ceremonia del cepillado se prolonga más y más. Ya es la tercera vez en la semana que llega tarde al trabajo. No puede evitarlo, se queda detenida frente al espejo cepillándose el cabello. Una y mil veces. Se mira, se observa, se estudia y no logra ver nada. El espejo le devuelve una imagen que ella no reconoce ni siente. El cepillo sube y baja y una mano lo lleva por toda la cabellera, que brilla, como si tuviera vida propia. El cabello brilla, ella no. La mano acaricia, ella no. El espejo refleja, pero ella no está ahí. Desde que la noche transcurre sin testigos, ella se detiene frente al espejo, como esperando. La espera se convierte en pausa y ella se cepilla el cabello mientras se mira. La espera es pausa y hace doler las muelas y los brazos. Recuerda los abrazos y no se le escapa ni una lágrima. No siente, solo recuerda. Brazos fuertes y abrazos firmes y seguros. La espera es pausa y la pausa no le detiene el pensamiento. Se mira y no se siente, no está. La invade un olor a jazmines pero no lo siente, no lo recuerda, no la emociona. Desde que la noche es larga y solitaria, se detiene frente al espejo a peinarse y acariciarse el cabello. Alguna vez alguien le dijo que si se acariciaba, no se iba a sentir sola. Ella se acaricia el cabello frente al espejo del baño y no siente nada.

Es la tercera vez que no logra salir a tiempo del baño, ya es tarde por eso no se apura. El subte está tan lleno como siempre, no importa mucho. La gente sube y baja, la empujan para un lado y para otro. La golpean, la aprietan, la ahogan, no importa, ella no siente nada. Otra vez el olor a jazmines justo cuando un hombre enorme saca a los tirones, de su bolsillo izquierdo un pañuelos de papel y se suena estruendosamente la nariz, sobre su frente, casi sobre su frente y ella ni siquiera pestañea. El olor a jazmines, se esfumó y se llevé le recuerdo. Desde que la cama se agrandó, ella no viaja más en colectivo. Ahora solo viaja en subte. Su cuerpo no recuerda como subirse al colectivo. El subte, la sube, la acomoda y la lleva. El subte no tiene recuerdos ni abrazos. Ya es tarde y otra vez tendrá que escuchar la misma lista de palabras. Entrará en la oficina, como siempre y aquellos ojos de huevo se pararán frente suyo a gritarle las mismas palabras. A ella no le preocupa, no las escucha ni siente nada. Los ojos pueden escupir, suplicar, rogar que para ella nada importa desde que la cama se agrandó y no hay testigos de sus noches. El hombre enorme se vuelve a sonar la nariz, con el mismo pañuelo sucio. Cree que algo saltó sobre su cara. El hombre estornuda y la escupe, no siente nada. Desde que amanece sola, nada importa. El hombre enorme puede escupirla, golpearla, levantarla y tirarla que ella no siente nada.

Y otro día más. La golpean olores y se inunda. No hay testigos para su humedad. El día es largo y la noche interminable. Los pensamientos la levantan y la llevan desde un ombligo a un pubis y la abandonan allí, a su suerte. El perfume le endurece las mandíbulas. Aprieta los dientes con fuerza, se moja, se empapa, se inunda. El recuerdo de su abrazo le estrangula las palabras en la garganta. Aprieta los dientes con más fuerza, y llora.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Los dos últimos, me los llevo en alguna parte, a ninguna parte.

Sin subtes, ni cepillados, más o menos, una misma.

Y gracias, por escribir así.

Ta luegazo.

Pao dijo...

Hola, primera vez por acá.
Muy buen texto, me gusta cómo está escrito.
Un beso,

Pao

Mina dijo...

me encantó amiga!!!!!!!!!!!!! te quiero... qué lindo es leerte!! y ni te digo de abrazarte...

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